viernes, 10 de abril de 2009

Meditación de Semana Santa

Los reproches de la Pasión - III
Por Plinio Corrêa de Oliveira
El octavo reproche es el siguiente:
“Pueblo mío, ¿qué te hice yo? o ¿en qué te he contristado?, respóndeme. Yo te alimenté con el maná en el desierto; y tú me heriste con bofetadas y azotes.”
El maná del cielo era una exquisita comida que tenía muchos sabores delicados. La persona podía comer tanto como él quisiera sin sentir hostigamiento. Caía del cielo en abundancia y fortificó al pueblo Hebreo durante su marcha a través del desierto. La gente sólo tenía que recogerlo del suelo donde había caído; no había que hacer ningún otro esfuerzo.
El maná era un símbolo de la Santa Eucaristía, que tiene todos los exquisitos sabores deseados por cada alma. Ella abre nuestro apetito espiritual para recibir más gracias y está ahí sin cesar para que la podamos disfrutar. Nos aporta abundantes gracias para fortificarnos en nuestro peregrinaje terreno. No hay que trabajar para tenerla, viene para nosotros por los méritos de Nuestro Redentor.
¿Cómo pagamos a Nuestro Benefactor por este don tan precioso? Le retribuimos con bofetadas y azotes.
¿A qué bofetadas y azotes se refiere aquí? Son los rechazos que hacemos cuando la Santa Madre Iglesia nos llama a cumplir nuestro deber como católicos. Ella nos llama a defender la fe negada por tantas personas; Ella nos pide sostener la moral que está siendo pisoteada por todo tipo de acciones criminales; Ella nos pide preservar su Liturgia que está siendo profanada, Ella nos pide defender su Exégesis que está siendo corrompida. En resumen, nos pide defender todas sus Tradiciones que están siendo destruidas por el progresismo.
Cuando Ella nos recuerda nuestro deber como católicos de defenderla, a menudo le damos la espalda como si le dijéramos: “Ese no es mi problema. Tengo otras cosas que hacer.” Este tipo de respuesta no es sólo un acto de egoísmo y cobardía, sino un golpe en el rostro de Nuestro Señor. Es un golpe con un látigo sobre su espalda en el Camino de la Cruz.
Pidamos a Nuestra Señora, que fue siempre fiel a todo lo que Dios le pidió, que nos dé coraje para enfrentar nuestro deber, para aceptar y cumplir lo que podría ser un consuelo a Nuestro Señor en su Pasión, y que no le causemos más golpes en su rostro y azotes en su espalda.
El noveno reproche es el siguiente:
“Pueblo mío, ¿qué te hice yo? o ¿en qué te he contristado?, respóndeme. Yo te di de beber del agua saludable que saqué de la piedra; y tú me diste a beber hiel y vinagre.”
Cuando el pueblo Hebreo pasó sed en el desierto, Moisés tocó una piedra y salió milagrosamente agua de ella. En vez de ser agradecidos con este milagro, el pueblo judío dio a Nuestro Señor hiel y vinagre cuando Él sufrió sed en lo alto de la Cruz.
La aplicación que podemos hacer a nuestra vida espiritual es el mismo comentario hecho en relación al tercer reproche. Debemos dar a Nuestro Señor el agua de la reparación por las ofensas que recibe, pero en cambio, mostramos ingratitud. Le damos de beber hiel y vinagre.
El décimo reproche es el siguiente:
“Pueblo mío, ¿qué te hice yo? o ¿en qué te he contristado?, respóndeme. Por ti herí a los reyes de los cananeos; y tú con una caña heriste mi cabeza.”
Dios favoreció los ejércitos del pueblo Hebreo, y derrotó a todos los reyes paganos que ocupaban la Tierra Prometida. La final y completa victoria sobre los reyes enemigos fue alcanzada por el rey David, que estableció el reino de Israel en su período más glorioso. Para lograr esto, Dios obró muchos milagros y castigó a aquellos reyes enemigos de muchas maneras. Es decir, Él golpeó en la cabeza a sus enemigos.
¿Cuál fue la retribución? En lugar de exaltar a su Dios, Nuestro Señor Jesucristo, el pueblo judío lo trató como un bandido. Aún más, golpeó su cabeza con una vara.
Este tipo de pecados contra la Sagrada Cabeza de Nuestro Señor, se refiere a los pecados de las élites, de los jefes de las esferas espiritual y temporal.
¿Somos parte de la esfera espiritual o temporal? ¿Cuántas veces aprobamos leyes que estaban en contra de los principios católicos? ¿Cuántas veces hemos causado escándalo a nuestros subordinados?
Incluso, si no nos encontramos dentro de las elites, ¿cuántas veces aprobamos leyes y escándalos que venían de arriba? En lugar de protestar contra ese tipo de ultrajes, ¿cuántas veces guardamos silencio de manera que podamos disfrutar indolentemente de la vida?
Si hemos hecho estas cosas o tolerado con indiferencia las ofensas de los demás, hemos golpeado la cabeza de Nuestro Señor con una vara.
Los principios católicos no sólo deben aplicarse a algunos aspectos de la religión, sino en todas las áreas de nuestra vida temporal y espiritual. La sociedad temporal debe construirse sobre esos principios.
Pidamos a Nuestro Señor que nos ayude a comprender cómo aplicar los principios católicos a la sociedad temporal y a luchas por implantarlos en todas partes.
Esta es la mejor reparación que podemos ofrecer por nuestros pecados y omisiones a este respecto.
El undécimo reproche es el siguiente:
“Pueblo mío, ¿qué te hice yo? o ¿en qué te he contristado?, respóndeme. Yo te di un cetro real; y tú pusiste en mi cabeza una corona de espinas.”
El pueblo judío era una simple tribu, ni siquiera una nación reconocida. Porque fueron fieles a su vocación, Dios los hizo una gran nación y un gran pueblo en tiempos de David y Salomón. Se hicieron respetables en todas partes.
¿Qué hicieron en retribución? Cuando Él vino a ellos, en lugar de hacerlo su Rey, lo despreciaron. Le dieron una corona de espinas en vez de una corona real.
Una vez más, este reproche se hace con una lógica implacable que no deja ninguna salida. Pero también es un llamamiento a reconocer la profunda ingratitud ofrecida frente a esa bondad y a arrepentirnos de ello.
El sufrimiento de la coronación de espinas es un símbolo de los pecados y de la ingratitud de los que tienen posiciones de autoridad o de influencia sobre los otros – los padres, los empresarios, y los religiosos, como también todos los superiores temporales. Los jefes de las instituciones deben siempre tomar posición de glorificar a Nuestro Señor Jesucristo. Si hacen lo contrario, están coronando con espinas su cabeza.
Esas espinas son las malas órdenes que cada uno de nosotros hemos dado o la mala influencia que hemos ejercido sobre nuestros subordinados. Ellos deben recibir la verdad y el bien de nosotros, pero en cambio, los hemos inducido al error e influenciado a cometer pecados.
¿He sido siempre un buen padre? ¿O les recomendé a mis hijos seguir el camino más fácil y popular que era un camino equivocado? ¿Cuántas veces he influenciado a las personas a seguir los caminos del mundo en lugar de cumplir sus deberes ante Dios? ¿Les enseñé siempre a mis estudiantes la purísima doctrina católica, o les enseñé lo que era más conveniente y popular para mi carrera?
Cada vez que hemos influenciado a alguien a hacer cosas malas, hemos coronado con espinas la cabeza de Nuestro Señor.
Debemos ver esto, arrepentirnos de ello y reparar el mal hecho.
El duodécimo y último reproche es el siguiente:
“Pueblo mío, ¿qué te hice yo? o ¿en qué te he contristado?, respóndeme. Yo te ensalcé con gran poder; y tú me levantaste al patíbulo de la Cruz.”
El pueblo judío llegó a tener un considerable grado de influencia en varios Imperios del Mundo Antiguo. José y luego Moisés fueron escogidos para ser lo que equivale a un primer ministro de los Faraones del Imperio Egipcio. Daniel fue asesor personal de Nabucodonosor, monarca del Imperio Babilónico y posteriormente se convirtió en el asesor de Cyrus, el jefe del Imperio Persa. Ester se casó con el rey Asureus y se convirtió en reina de los Persas y Medos. Estos son sólo algunos ejemplos de la influencia y el poder que los judíos adquirieron a través de quienes fueron fieles a Dios.
Pero en vez de reconocer cómo Dios los exaltó, el pueblo judío levantó a Nuestro Señor sobre la Cruz, exponiéndolo a la execración y desprecio general.
El continente elegido de la Nueva Alianza fue Europa. Mientras fue fiel a Nuestro Señor, Europa creció en poder e influencia hasta convertirse en la luz que iluminó el mundo entero. Todas sus maravillas fueron porque Dios estaba con él.
Pero, ¿cómo recompensó Europa todos aquellos privilegios recibidos? Fue desagradecida. Creó la Revolución para destruir la Cristiandad. A partir de entonces, marchó inexorablemente para evitar a Nuestro Señor. No contentos con la destrucción de la Cristiandad, los dirigentes de la Revolución introdujeron los mismos errores revolucionarios dentro de la Iglesia Católica, a fin de destruirla como si ello fuese posible. Es decir, Europa crucificó a Nuestro Señor nuevamente, como los judíos lo habían hecho antes.
¿Cuántas veces hemos colaborado con esta destrucción de la Cristiandad en nuestros países? Como descendientes de los europeos, ¿cuántas veces negamos la herencia de la cristiandad que llevamos en nuestra sangre y en nuestra alma? ¿Cuántas veces por acciones u omisiones fuimos cómplices en la destrucción de la Iglesia Católica por nuestra adhesión a los principios modernistas y progresistas que dirigen esta demolición?
Debemos pedir a la Virgen que nos ayude a entender la magnitud de las consecuencias de nuestros pecados e implorarle que nos ayude a cambiar nuestras vidas para agradar a Nuestro Señor y a Ella en esta tierra para que podamos estar con ellos eternamente en el cielo.
Estos Reproches de la Pasión hacen despertar en nosotros una muy seria y gran compasión. Pero no deben crear una sensación de frustración y desaliento.
Incluso si estamos en una posición de miseria y culpabilidad, desde lo alto de la Cruz Nuestro Señor nos muestra su rostro de misericordia. Por esta razón la Iglesia canta estos improperios durante la ceremonia de adoración de la Santa Cruz. Nos invita a arrepentirnos y a retornar por el buen camino.
Él es Dios de misericordia. Él tiene piedad de nosotros y quiere que nos salvemos. Nuestro Señor quiere que yo esté junto a Él por toda la eternidad. Es por esta razón que derramó su sangre por mí.
Por los méritos de su Santa Sangre y las lágrimas de Nuestra Señora de los Dolores, debemos pedir la gracia de cambiar nuestras vidas y ser fieles a lo que Ellos pidan de nosotros.
Terminemos pues esta meditación llenos de compasión y esperanza.

jueves, 9 de abril de 2009

Meditación de Semana Santa

Las tres caídas de Nuestro Señor y los tres grados de agotamiento

Por Plinio Corrêa de Oliveira

Uno podría preguntarse ¿por qué Nuestro Señor cayó tres veces a lo largo del Camino de la Cruz y no dos o cuatro? Creo que hay una razón para las tres caídas, ya que todo en la vida de Nuestro Señor y su Pasión tienen un profundo significado.
Sin pretender ser un exégeta, creo que esas tres caídas revelan los tres crecientes grados de agotamiento que Nuestro Señor experimentó, que deberían ser meditados y servir de modelo para nosotros.
Cuando uno analiza el legítimo cansancio de un hombre – no estoy considerando el vicio de cansancio del perezoso porque Nuestro Señor no tenía sombra de vicio alguno – se puede decir que hay tres grados diferentes.
En el primer grado, una persona que lleva el peso de la misión cargada sobre sus hombros siente que toda su fuerza física se ha agotado, y cae bajo su carga. Tendido en el suelo bajo ese peso él experimenta un natural alivio y recupera un poco de aliento. Después piensa: “¡Qué carga pesada! ¡No puedo levantar esta carga de nuevo! Sin embargo, es necesario para mí seguir adelante y yo deseo con todo mi corazón seguir llevándola. Quiero aprovechar este esfuerzo, este acto de dedicación, hasta su fin.”
Entonces, si él no se da por vencido y quiere continuar llevando su peso, empieza a buscar cualquier reserva de energía que él no haya considerado y tiene en su vida normal. Encuentra algunas, saca esas energías desconocidas juntas para hacer un nuevo esfuerzo, y se levanta de nuevo.
El continua llevando el peso hasta que alcanza el segundo grado de agotamiento, cuando cae de nuevo. Agobiado por el peso de esta segunda fase de cansancio, él piensa: “He utilizado todos los restos de fuerza que tenía y ahora caigo postrado como resultado de esta enorme fatiga. Mis últimas energías se han agotado. A pesar de ello, quiero continuar.”
Medita sobre la nobleza y santidad de la meta que él persigue, y al mismo tiempo ve que se enfrenta a la imposibilidad de continuar. Siente desánimo y perplejidad. ¿Dónde va a encontrar la fuerza para seguir llevando el peso que el deber le impone?
En esta etapa reza y dice: “Mi Madre, ayúdame ahora sino no voy a poder hacer lo que se ha pedido de mi.” Busca en la profundidad de su alma algunos restos de fuerza y encuentra que todavía que dar. Así, con la ayuda de una fuerza sobrenatural más que con sus propias fuerzas, él se levanta de nuevo.
Por segunda vez se levanta de su caída y sigue. El continúa un poco sorprendido, porque no se había dado cuenta que sería capaz de seguir llevando su carga. El se arrastra a sí mismo más de que camina, pero sigue adelante, porque está decidido llegar hasta el final. Con esta convicción él avanza aún más.
Luego cae por tercera vez, lo que representa el tercer grado de agotamiento. El está inmerso en la miseria, él se siente agotado, como un saco vacío, con ni siquiera una gota de energía que le quede. Pero él persevera. El mira dentro de sí mismo y piensa: “Yo todavía puedo esperar contra toda esperanza.” Motivado más por la perseverancia moral que por la fuerza física, él se levanta, pero no está en condiciones de dar otro paso. Es el momento de la confianza ciega, la noche obscura, la total inmolación. Da el último aliento de su alma. Al mismo tiempo, él tiene una visión más lúcida de su ideal y hace el máximo acto de su amor. El se da completamente. Está listo para ser crucificado.
Cuando Nuestro Señor llegó hasta esta tercera etapa, Dios le envió a Simón de Cirene para llevar su Cruz, porque Él ya no podía soportar su peso.
Estas son las tres etapas de agotamiento y las tres etapas de la dedicación humana.
En la medida que un hombre se conquista a sí mismo, levantándose de sus sucesivas caídas, él brilla con nuevos grados de belleza moral. Es la belleza de la abnegación que atrae a los otros. Cuando el alma llega a este último límite de dedicación, cuando él ha dado todo lo que puede dar, entonces él está preparado para atraer a muchas otras almas para sí mismo. Por esta razón, después de que Nuestro Señor recorrió el Camino de la Cruz, Él estaba preparado para ser visto en la Cruz por todos los pueblos de la Historia y atraerlos. Él había pasado a través de su completa inmolación.
Cuando Nuestro Señor fue crucificado, la parte del sacrificio que dependía de su voluntad terminó. Entonces, la parte del sacrificio más sublime y atroz comenzaría, durante la cual Él sufriría inmensamente más. Pero la acción de llevar su Cruz había terminado. Desde entonces, Él se acostó sobre la Cruz y la Cruz lo llevó a Él. Él no la cargó más. Él había atravesado por completo su inmolación interior.
En nuestra vida espiritual, debemos llevar nuestras cruces. Nuestro Señor quiere que llevemos nuestros sufrimientos sobre nuestros hombros, tomemos la iniciativa y que caminemos hacia la completa, triste, trágica y terrible renuncia a la que estamos llamados a pasar a fin de cumplir nuestra misión.
Después de que demos la prueba de consumir todas nuestras energías a fin de alcanzar la meta, después de que estamos en una etapa de completo agotamiento, entonces Él envía a alguien para que nos ayude a caminar el resto de nuestro camino y Él permite que seamos crucificados en el cumplimiento de nuestro deber. Nos identificamos con esa carga para siempre. Nuestro combate termina y ganamos nuestra gloria – como Él lo hizo.

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