lunes, 1 de octubre de 2012

Víctima expiatoria


Plinio Corrêa de Oliveira
Legionário, N° 790, 28 de septiembre de 1947


Cuán falsa es la iconografía sentimental
Santa Teresita del Niño Jesús es, a bien decir, de nuestros días: de aquí a pocos días celebraremos el cincuentenario de su muerte, y muchas de las personas que aún tenemos la ventura de poseer entre nosotros son absolutamente contemporáneas de la joven carmelita que expiró a los 24 años. Felizmente, la fotografía ya se habían inventado en los días de ella, por la que conservamos el retrato autentico de la gran santa: singularmente bella, de trazos regulares, mirada luminosa y profunda, porte firme y semblante resuelto, su fisonomía refleja cualidades que parecen opuestas entre sí ―al menos, según la mentalidad liberal―, como la bondad y la firmeza, la distinción y la simplicidad, el perfecto y absoluto dominio de sí y la más atrayente naturalidad. Si no tuviésemos fotografías de la santa rosa del Carmelo, ¿qué idea tendríamos de ella? La que nos presentan muchas de sus imágenes: dulce de una dulzura sentimental y casi romántica, buena de una bondad puramente humana y sin el menor soplo de sobrenatural, en fin, una joven de buenas inclinaciones si bien que exageradamente sensible… nunca una Santa, una auténtica y genuina Santa, brillante como un lucero en el firmamento de la Iglesia del Dios verdadero. Si no toda la iconografía, por lo menos cierta iconografía, sin alterar los trazos de la santa, le alteró sin embargo la fisionomía. Lo mismo ocurre con su biografía. Cierta literatura sentimental-religiosa, sin alterar propiamente los datos biográficos de Santa Teresita, encontró medios de interpretar tan unilateral y superficialmente ciertos episodios de su vida, que llegó a desfigurar de algún modo su significado. Las deformaciones iconográficas y biográficas se hicieron todas en una misma dirección: ocultar el sentido profundo, admirable, heroico e inmortal de la inmortal santita.
En el 50° aniversario de su muerte, alguien que mucho y mucho le debe, procurará saldar con respetuoso amor parte de esta deuda, haciendo como que un comentario doctrinario de su vida.

*   *   *

La verdadera Santa Teresita
El pecado original cometido por Adán y los pecados posteriormente practicados por la humanidad, constituyen ofensas a Dios. Para reparar esas ofensas y aplacar la ira divina era preciso que la humanidad expiase. Esta expiación era como que el pago de un precio que compensase la falta cometida. Hay en esto, de cierto modo, una restitución. Por el pecado, el hombre como que se apropió indebidamente de placeres, ventajas, deleites a los que no tenía derecho. Para reparar la justicia, era preciso que él abandonase, inmolase, sacrificase todo esto. El sacrificio reparador toma, así, el aspecto de un precio de rescate por el cual se repara la falta cometida. Para reparar estos pecados, la Santa Iglesia dispone de un tesoro. Veamos de qué naturaleza es ese tesoro.
Evidentemente, no se trata de un tesoro de riquezas materiales. Es un tesoro moral y espiritual, como exige la naturaleza moral de las faltas que se trata de reparar. Este tesoro se compone, antes de todo, y esencialmente, de los méritos infinitamente preciosos de nuestro Señor Jesucristo, que en el momento de la Santa Muerte del Salvador fueron aceptados por Dios y produjeron la Redención de la humanidad. Los sufrimientos, las virtudes, las expiaciones de los hombres pecadores serían totalmente incapaces de aplacar la cólera divina. El Santo Sacrificio del Hombre-Dios bastaría plenamente para aquello. Más aún; una simple gota de su preciosa sangre bastaría para redimir a la humanidad entera.
Sin embargo, por designios insondables de la Providencia divina, de hecho la Redención no se operó en el momento en que se vertió para nosotros la primera gota de sangre del Redentor, sino sólo cuando él expiró por nosotros en la cruz, después de un diluvio de tormentos. Por una disposición igualmente misteriosa de Dios, Él no se contenta con el sacrificio superabundantemente suficiente del Redentor. La humanidad está redimida, y en sí misma la obra de la Redención está concluida. Pero para salvar a los pecadores, para expiar sus pecados actuales, para que las almas viadoras aprovechen el Sacrificio del Hombre-Dios, es necesario que también nosotros alcancemos méritos.
El tesoro de la Iglesia se compone, pues, de dos partes. Una, infinitamente preciosa, superabundantemente suficiente, superabundantemente eficaz: es la de los méritos de nuestro Señor Jesucristo. Otra, pequeñísima, de muy poco valor, insignificante: es la de los méritos de los hombres adquiridos a lo largo de la vida multisecular de la Iglesia. La parte pequeña sólo vale en unión con la parte infinita. Pero ―misterio de Dios― en sí misma perfectamente dispensable, esta parte es indispensable porque Dios lo quiso: “Quien te creó sin ti, no te salvará sin ti”, dice San Agustín. Dios nos creó sin nuestra cooperación, pero para salvarnos, Él quiere nuestra cooperación. Cooperación de apostolado, sí, pero también cooperación en la oración y el sacrificio. Sin los méritos de los hombres, el tesoro de la Iglesia no estará completo, y la humanidad no aprovechará enteramente los frutos de la salvación.

*   *   *

Visto el asunto desde otro ángulo, debemos recordar el papel de la gracia para la salvación. Ningún hombre es capaz del menor acto de virtud cristiana, sin que sea llamado a esto por la gracia de Dios, y por la gracia de Dios ayudado. En otros términos, la primera idea, el primer impulso, toda la realización del acto de virtud sobrenatural, se hace con el auxilio de la gracia. Y esto de tal manera que nadie podría practicar el menor acto de virtud cristiana ―ni siquiera pronunciar con piedad los santísimos nombres de Jesús y María― sin el auxilio sobrenatural de la gracia. Todo esto es de fe, y quien lo negase sería hereje. Nuestra voluntad coopera con la gracia, y sin el concurso de nuestra voluntad no hay virtud posible. Pero por sí sola, sin la gracia, ella es absolutamente incapaz de practicar la virtud sobrenatural.
Ahora bien, como si la virtud nadie agrada a Dios ni se salva, siendo la gracia necesaria para la virtud, es fácil percibir que ella es necesaria para la salvación.
Todos los hombres reciben gracias suficientes para salvarse. También esto es de fe. Pero, de hecho, por la maldad humana que es inmensa, muy pocos serían los hombres que se salvarían sólo con la gracia suficiente. Es preciso que la gracia sea abundante para vencer la maldad del libre albedrío humano. La abundancia de esa gracia, ¿cómo obtenerla de Dios, justamente airado por los pecados de los hombres? Evidentemente con el tesoro de la Iglesia.
Pero, como vimos, ese tesoro se compone de dos partes, una de las cuales es perfecta e inmutable ―la de Dios― y otra mutable e imperfecta, la de los hombres. Cuanto más la parte humana del tesoro de la Iglesia fuere deficiente, tanto menos abundantes serán las gracias. Cuanto menos abundantes fueren las gracias, tanto menos numerosas serán las almas que se salvan. De donde se sigue que un elemento capital para que las almas se salven es que esté siempre lleno de méritos producidos por los hombres el tesoro de la Iglesia. Los grandes pecadores son hijos enfermos para cuya cura se prodigaron los tesoros de la Iglesia. Los grandes santos son los hijos sanos y trabajadores, que reponen en todo momento, en el tesoro de la Iglesia, riquezas nuevas que sustituyan las que se emplean con los pecadores.
Todo esto nos permite establecer una correlación: para grandes pecadores, grandes gastos en el tesoro de la Iglesia. O estos grandes gastos son suministrados por nuevos actos de generosidad de Dios y de las almas santas, o las gracias se van tornando menos abundantes, y el número de pecadores aumenta.
De ahí se deduce que nada es más necesario, para la expansión de la Iglesia, que el enriquecer siempre y siempre, su tesoro sobrenatural, con nuevos méritos.

*   *   *

Evidentemente, se pueden adquirir méritos practicando la virtud por todas partes. Pero hay, en el jardín de la Iglesia, almas que Dios destina especialmente a este fin. Son las que Él llama a la vida contemplativa, en conventos recluidos, donde ciertas almas escogidas se dedican especialmente en amar a Dios y expiar por los hombres. Estas almas corajosamente piden a Dios que les mande todas las probaciones que quisiere, desde que con eso se salven numerosos pecadores. Dios las flagela sin cesar, de un modo o de otros, cogiendo de ellas la flor de la piedad y del sufrimiento, para con estos méritos salvar nuevas almas. Consagrarse a la vocación de víctima expiatoria por los pecadores: nada hay de más admirable. Esto es tanto más cuanto muchos hay que trabajan, muchos que rezan; ¿pero quien tiene el valor de expiar?
Este es el sentido más profundo de la vocación de las trapistas, franciscanas, dominicas y carmelitas entre las cuales floreció la suave y heroica Teresita.
Su método fue especial. Practicando la conformidad plena con la voluntad de Dios, ella no pidió sufrimientos, ni los rechazó. Que Dios hiciere de ella lo que quisiese. Jamás pidió a Dios o a sus superioras que apartasen de ella ningún dolor. Jamás pidió a Dios o a sus superioras ninguna mortificación. Sumisión plena era su camino. Y, en materia de vida espiritual, plena sumisión equivale a plena santificación.
Su método se caracteriza aún por otra nota importante. Santa Teresita no practicó grandes mortificaciones físicas. Ella se limitó apenas simplemente a las prescripciones de su regla. Pero se esmeró en otro tipo de mortificación: hacer en todo momento, en todo instante, mil pequeños sacrificios. Jamás la voluntad propia. Jamás lo que es cómodo, deleitable. Siempre lo contrario de lo que pedían los sentidos. Y cada uno de estos pequeños sacrificios era una pequeña moneda en el tesoro de la Iglesia. Moneda pequeña, sí, pero de oro puro: el valor de cada pequeño acto consistía en el amor de Dios con que era hecho.
¡Y qué amor meritorio! Santa Teresita no tenía visiones, ni siquiera los movimientos sensibles y naturales que hacen a veces tan amena la piedad. Aridez interior absoluta, amor árido, pero admirablemente ardiente, de la voluntad dirigida por la fe, adhiriendo firme y heroicamente a Dios, en la atonía involuntaria e irremediable de la sensibilidad. Amor árido y eficaz, sinónimo, en la vida de piedad, de amor perfecto…
Gran camino, camino simple. ¿No es simple hacer pequeños sacrificios? ¿No es más simple no tener visiones, de que tenerlas? ¿No es más simple aceptar los sacrificios en lugar de pedirlos?
Camino simple, camino para todos. La misión de Santa Teresita fue mostrarnos una vía en que todos pudiésemos seguir. Ojalá ella nos auxilie a recorrer ese camino real, que llevará a los altares no apenas una u otra alma, sino legiones enteras.

La falsa teoría del bautismo de deseo/sangre II

II[1] – El caso del P. Feeney

El Protocolo 122/49 (Suprema haec sacra)

El 8 de agosto de 1949, cuatro meses después del silenciamiento del P. Feeney (en abril por Richard Cushing, el arzobispo apóstata de Boston), el Santo Oficio publicó un documento. En realidad, el documento fue una carta dirigida al obispo Cushing, y firmado por el cardenal Marchetti-Selvaggiani, conocido como el Protocolo No. 122/49. También se le llama Suprema haec sacra y la carta Marchetti-Selvaggiani. Este es uno de los documentos más importantes en lo que respecta a la apostasía moderna de la fe. El Protocolo 122/49 no fue publicado en las Actas de la Sede Apostólica (Acta Apostolicae Sedis) sino en el The Pilot, el órgano de prensa de la archidiócesis de Boston. Téngase presente que esta carta se publicó en Boston, porque la importancia de esto se pondrá más clara en la sección: “El veredicto está en: Boston lidera el camino en un escándalo masivo de sacerdotes que sacude a la nación”.

La ausencia del Protocolo 122/49 de las Actas de la Sede Apostólica demuestra que no tiene carácter vinculante; es decir, el Protocolo 122/49 no es una enseñanza infalible o vinculante de la Iglesia Católica. El Protocolo 122/49 tampoco fue firmado por el Papa Pío XII, y tiene la autoridad de una correspondencia de dos cardenales (Marchetti-Selvagianni quien escribió la carta, y el cardenal Ottaviani que también la firmó) a un arzobispo ―lo que es nada―. La carta, de hecho, y por decirlo simplemente, está cargada de herejía, engaño, ambigüedad y traición. Inmediatamente después de la publicación del Protocolo 122/49, el Worcester Telegram  imprimió un titular:

EL VATICANO SE PRONUNCIA EN CONTRA DE LOS DISIDENTES – [El Vaticano] Sostiene que la doctrina de que no hay salvación fuera de la Iglesia es falsa[2]

Esta fue la impresión dada a casi todo el mundo católico por el Protocolo 122/49 la carta Marchetti-Selvaggiani.  El Protocolo 122/49, como dice sin rodeos el titular anterior, sostenía como falsa “la doctrina de que no hay salvación fuera de la Iglesia”. Mediante esta fatídica carta, los enemigos del dogma y de la Iglesia parecían haber sido vindicados y los defensores del dogma parecían haber sido vencidos. Sin embargo, el problema para los aparentes vencedores es que este documento no era más que una carta de dos cardenales heréticos del Santo Oficio ―quienes ya habían abrazado la herejía que más tarde fue adoptada por el Vaticano II― a un arzobispo apóstata de Boston. Algunos pueden estar sorprendidos que describa como herético al cardenal Ottaviani, ya que por muchos es considerado como ortodoxo. Si su firma en el Protocolo no es prueba suficiente de su herejía, considérese que firmó todos los documentos del Vaticano II y se alineo con la revolución post-Vaticano II.

Es interesante que incluso Mons. Joseph Clifford Fenton, conocido editor de The American Ecclesiastical Review [Revista Eclesiástica Americana] antes del Vaticano II, quien fue desafortunadamente un defensor del Protocolo 122/49, se vio obligado a admitir que no es infalible:

Mons. Joseph Clifford Fenton, La Iglesia Católica y la Salvación, 1958, p. 103: “Esta carta, conocida como Suprema haec sacra [Protocolo 122/49]… es un documento con autoridad [sic], aunque obviamente no infalible. Es decir, la enseñanza contenida en la Suprema haec sacra no debe aceptarse como verdad infalible en la autoridad de este documento en particular[3].

En otras palabras, según Fenton, la enseñanza de la Suprema haec sacra no es infalible y debe encontrarse en documentos previos; pero ello no es así, como veremos. Fenton simplemente está equivocado cuando dice que la Suprema haec sacra es, sin embargo, autoritaria. El hecho es que la Suprema haec sacra no es ni autoritaria ni infalible, sino herética y falsa.

Debido a que todo el público tuvo (y continua teniendo) la impresión de que el Protocolo 122/49 representó la enseñanza oficial de la Iglesia Católica, ello constituye una traición a Jesucristo, a su doctrina y a su Iglesia ante todo el mundo, una traición que tenía que ocurrir antes de la apostasía masiva del Vaticano II. Con el Protocolo 122/49 y la persecución al P. Feeney, el público tuvo la impresión que la Iglesia Católica ahora había revocado el antiguo dogma de fe de veinte siglos: que la fe católica es absolutamente necesaria para la salvación. E incluso hoy en día, si se le pregunta a casi todo sacerdote supuestamente católico en el mundo sobre el dogma fuera de la iglesia no hay salvación, él responderá haciendo referencia a la controversia del Padre Feeney y el Protocolo 122/49, aunque el sacerdote no sea capaz de identificar o recordar los nombres y fechas específicas. Pruébelo, lo sé por experiencia.  Básicamente todos los sacerdotes del Novus Ordo que saben algo sobre el tema utilizaran el Protocolo 122/49 y la “condenación” del P. Feeney para justificar su creencia herética, anticatólica, anticristiana y antimagisterial de que los hombres pueden salvarse en religiones no católicas y sin la fe católica. Estos son los frutos del infame Protocolo 122/49. Y por sus frutos los conoceréis (Mat. 7, 16).

Ahora, examinemos algunos extractos del Protocolo:

Suprema haec sacra, Protocolo 122/49, 8 de agosto de 1949: “Ahora bien, entre todas las cosas que la Iglesia siempre ha predicado y nunca dejará de predicar figura también en la declaración infalible por la cual se nos enseña que no existe salvación fuera de la Iglesia Católica.

Sin embargo, este dogma debe ser entendido en el sentido en que la Iglesia misma lo entiende[4].

Detengámonos aquí. Ya es claro que el autor del Protocolo está preparando la mente del lector a aceptar algo diferente que la simple “declaración infalible por la cual se nos enseña que no existe la salvación fuera de la Iglesia Católica”. El autor está claramente relajando una explicación de la frase “fuera de la Iglesia no hay salvación” que no sea lo que dicen y declaran las propias palabras. Si el autor no preparase al lector en aceptar un entendimiento que no sea lo que las palabras del dogma dicen y declaran, entonces tendría que haber escrito: “Este dogma debe entenderse como la Iglesia lo ha definido, tal y como las palabras afirman y declaran”.

Compárese el intento del Protocolo por explicar el dogma de manera diferente a como lo trata el Papa Gregorio XVI sobre el mismo asunto en su encíclica Summo iugiter studio.

Papa Gregorio XVI, Summo iugiter studio, 27 de mayo de 1832, sobre no hay salvación fuera de la Iglesia: Finalmente, algunas de estas personas descarriadas intentan persuadirse a sí mismos y a otros que los hombres no se salvan sólo en la religión católica, sino que incluso los herejes pueden obtener la vida eterna Vosotros sabéis cuan celosamente nuestros predecesores enseñaron el artículo de fe que éstos se atreven negar, a saber, la necesidad de la fe católica y de la unidad para la salvación… Omitiendo otros pasajes adecuados, que son casi innumerables en los escritos de los Padres, elogiamos a San Gregorio Magno quien expresadamente declara que ÉSTA ES DE HECHO LA ENSEÑANZA DE LA IGLESIA CATÓLICA. Él dice: ‘La santa Iglesia universal enseña que no es posible adorar verdaderamente a Dios excepto en ella, y asevera que todos los que están fuera de ella no serán salvos’. Los actos oficiales de la Iglesia proclaman el mismo dogma. Así, en el decreto sobre la fe que Inocencio III publicó en el IV sínodo de Letrán, está escrito: ‘Y una sola es la Iglesia universal de todos los fieles, fuera de la cual absolutamente nadie se salva’. Finalmente el mismo dogma es también mencionado expresamente en la profesión de fe propuesta por la Sede Apostólica, no sólo al uso de todas las iglesias latinas, sino también… al uso de otros católicos orientales. No mencionamos estos testimonios seleccionados porque creyésemos que vosotros erais ignorantes de ese artículo de la fe y en la necesidad de nuestra instrucción. Lejos Nos sospecha tan absurda e insultante sobre vosotros. Pero estamos tan preocupados sobre este importante y conocido dogma, que ha sido atacado con audacia tan notable, que Nos no podíamos contener nuestra pluma en reforzar esta verdad con muchos testimonios[5].

El Papa Gregorio XVI no dice, “Sin embargo, este dogma debe ser entendido en el sentido que la Iglesia misma lo entiende”, como lo hace el herético Protocolo 122/49. No, él afirma inequívocamente que ÉSTA ES DE HECHO LA ENSEÑANZA DE LA IGLESIA CATÓLICA. En toda la encíclica, Gregorio XVI no deja de afirmar repetidamente el significado verdadero y literal de la frase fuera la Iglesia no hay salvación, sin reservas ni excepciones, tal como había sido definido. El Padre Feeney y sus aliados en defensa del dogma estaban reiterando exactamente lo que Gregorio XVI enseñó oficialmente. No hace falta ser un genio para darse cuenta que si el Protocolo 122/49 fue escrito para “corregir” el entendimiento del Padre Feeney sobre el dogma fuera la Iglesia no hay salvación (como fue), entonces el Protocolo 122/49 también estaba “corrigiendo” la comprensión del Papa Gregorio XVI y todas las declaraciones infalibles sobre el tema durante 20 siglos.

Además, nótese que el Papa Gregorio XVI hace referencia a la definición dogmática del Cuarto Concilio de Letrán para justificar su posición y comprensión literal de la fórmula fuera la Iglesia no hay salvación. Por todo el documento, el Protocolo 122/49 no hace referencia a ninguna de las definiciones dogmáticas sobre este asunto. Esto es porque el Papa Gregorio XVI, siendo un católico, sabía que la única interpretación que existe de un dogma es como una vez lo declaró la Santa Madre Iglesia; mientras que los autores del Protocolo, siendo herejes, no creen que un dogma debe ser entendido exactamente como una vez se declaró. Eso explica el por qué el Papa Gregorio citó exactamente lo que una vez lo declaró la Santa Madre Iglesia y el por qué los autores del Protocolo no lo hicieron.

Papa Pío IX, Concilio Vaticano I, sesión 3, cap. 2 sobre la revelación, 1879, ex cathedra: De ahí que también hay que mantener perpetuamente aquel sentido de los sagrado dogmas que una vez declaró la santa madre Iglesia y jamás hay que apartarse de ese sentido so pretexto y nombre de una comprensión más profunda[6].

Si la comprensión del dogma fuera la Iglesia no hay salvación no se desprende de la enseñanza de la Cátedra de Pedro (las definiciones infalibles sobre el tema), ¡entonces una carta de 1949 del cardenal Marchetti-Selvaggiani ciertamente no nos la va a dar! Y si no hay excepciones o salvedades de este dogma que se hayan entendido en el momento de las definiciones – ni en los tiempos del Papa Gregorio XVI – entonces es imposible que las excepciones vinieren a ser entendidas después de ése punto (por ejemplo, en 1949), porque el dogma ya había sido definido y enseñado mucho antes. El descubrimiento de una nueva comprensión del dogma en 1949 es una negación de la comprensión del dogma como había sido definido. Pero el definir un nuevo dogma es realmente lo que el Protocolo intentó hacer. Sigo con el Protocolo.

Suprema haec sacra, Protocolo 122/49, 8 de agosto de 1949: “Ahora bien, entre los mandamientos de Cristo, no ocupa un lugar menos importante aquel que nos manda que seamos incorporados por el bautismo en el cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, y permanecer unidos a Cristo y a su Vicario… Por lo tanto, nadie se salvará que, sabiendo que la Iglesia ha sido divinamente establecida por Cristo, sin embargo, se niega a someterse a la Iglesia o retiene la obediencia al Romano Pontífice, el Vicario de Cristo en la tierra[7].

Aquí el Protocolo comienza a entrar en su nueva explicación del dogma fuera la Iglesia Católica no hay salvación, pero en una manera diabólicamente ingeniosa. La ambigüedad radica en el hecho de que esta declaración es verdadera: nadie que, a sabiendas que la Iglesia ha sido divinamente establecida, sin embargo, se niega someterse a Ella y al Romano Pontífice se salvará. Pero a todo el que lea este documento también se le da la clara impresión, por este lenguaje, que algunas personas que, sin saberlo, no se someten a la Iglesia y al Romano Pontífice, pueden salvarse. ¡Esto es una herejía y en realidad hace que sea contraproducente convencer a alguien que la Iglesia Católica fue establecida por Dios!

Compárese la definición dogmática de la Iglesia Católica con la adición al dogma del Protocolo 122/49.

El dogma:

Papa Bonifacio VIII, Unam sanctam, 18 de noviembre de 1302, ex cathedra:
Ahora bien, someterse al Romano Pontífice, lo declaramos, lo decimos, definimos y pronunciamos como de toda necesidad de salvación para toda criatura humana[8].

La adición del Protocolo 122/49.

Suprema haec sacra, Protocolo 122/49, 8 de agosto de 1949: “Por lo tanto, nadie se salvará que, sabiendo que la Iglesia ha sido divinamente establecida por Cristo, sin embargo, se niega a someterse a la Iglesia o retiene la obediencia al Romano Pontífice, el Vicario de Cristo en la tierra”[9].

El lector puede ver fácilmente que el significado propuesto por el Protocolo 122/49 se aparta de la comprensión del dogma que una vez declaró la Santa Madre Iglesia. Nadie puede negar esto. El dogma de la necesidad de la sumisión al Romano Pontífice para la salvación ha pasado de aplicarse a toda criatura humana (Bonifacio VIII) a los que “sabiendo que la Iglesia ha sido divinamente establecida” (Protocolo 122/49), haciendo nuevamente que sea absurdo convencer a las personas que la Iglesia fue establecida por Dios. Sigo con el Protocolo:

Suprema haec sacra, Protocolo 122/49, 8 de agosto de 1949: “En su infinita misericordia Dios ha dispuesto que los efectos, necesarios para la salvación, de aquellas ayudas a la salvación que se dirigen al fin último del hombre, no por necesidad intrínseca, sino sólo por institución divina, también se pueden obtener en determinadas circunstancias cuando esas ayudas sólo se usan en deseo y anhelo…

“Lo mismo en su propio grado debe afirmarse de la Iglesia, en la medida en que ella es la ayuda general para la salvación. Por lo tanto, para que alguien pueda obtener la salvación eterna, no siempre es necesario que sea incorporado a la Iglesia en realidad como miembro, sino que es necesario que por lo menos esté unido a ella por deseo y anhelo[10].

Aquí se detecta otra negación del dogma tal como fue definido, y un desvío de la comprensión del dogma que una vez declaró la Santa Madre Iglesia. Compárese la siguiente definición dogmática del Papa Eugenio IV con estos párrafos del Protocolo 122/49, especialmente las partes subrayadas.

El dogma:

Papa Eugenio IV, Concilio de Florencia, Cantate Domino, 1441, ex cathedra: “[La Santa Iglesia Romana] Firmemente cree, profesa y predica que nadie que no esté dentro de la Iglesia Católica, no sólo los paganos, sino también judíos o herejes y cismáticos, puede hacerse partícipe de la vida eterna, sino que ‘irán al fuego eterno que está aparejado para el diablo y sus ángeles’ (Mat. 25, 41), a no ser que antes de su muerte se uniere con ella; y que es de tanto precio la unidad en el cuerpo de la Iglesia (ecclesiastici corporis) que sólo a quienes en él permanecen les aprovechan para su salvación los sacramentos y producen premios eternos los ayunos, limosnas y demás oficios de piedad y ejercicios de la milicia cristiana. Y que nadie, por más limosnas que hiciere, aun cuando derramare su sangre por el nombre de Cristo, puede salvarse, si no permaneciere en el seno y unidad de la Iglesia Católica”[11].

¡Vemos que el Protocolo 122/49 (citado arriba) está negando la necesidad de la incorporación al ecclesiastici corporis, lo cual es herejía!

Era necesario estar en el “seno y unidad” de la Iglesia (Eugenio IV), pero ahorano siempre es necesario que sea incorporado a la Iglesia en realidad como un miembro” (Protocolo 122/49). Se ha negado el dogma definido de la INCORPORACIÓN y real permanencia en el cuerpo eclesiástico (ecclesiastici corporis). ¡Esto es una herejía!

No hay manera en la tierra que la enseñanza del Protocolo 122/49 sea compatible con la enseñanza del Papa Eugenio IV y del Papa Bonifacio VIII. Aceptar, creer o promover el Protocolo es actuar en contra de estas definiciones.

Sigo con el Protocolo:

Suprema haec sacra, Protocolo 122/49, 8 de agosto de 1949: “Sin embargo, este deseo no siempre tiene que ser explícito, como lo es en los catecúmenos; pero cuando una persona se encuentra en la ignorancia invencible, Dios acepta también un deseo implícito, llamado así porque está incluido en esa buena disposición del alma por la que una persona desee que su voluntad se conforme a la voluntad de Dios”[12].

Aquí la herejía se presenta sin rodeos. Las personas que no tienen la fe católica ―que están “en la ignorancia invencible”― también pueden estar unidas por el deseo “implícito”, con tal que “una persona desee que su voluntad se conforme a la voluntad de Dios”. Y le recuerdo al lector que el Protocolo 122/49 fue escrito en contraposición específica a la declaración del P. Feeney de que se pierden todos los que mueren no católicos. Es decir, el Protocolo fue escrito para distinguir específicamente su propia enseñanza de la afirmación del P. Feeney de que se pierden todos los que mueren no católicos, lo que demuestra que el Protocolo estaba enseñando que se pueden salvar las personas que mueren como no católicos y en las falsas religiones. Por lo tanto, la declaración anterior del Protocolo es bastante obvia, y no es más que la herejía de que puede haber salvación en cualquier religión o en ninguna religión, siempre y cuando se mantenga la moralidad.

P. Miguel Muller, C.SS.R., El Dogma Católico, pp. 217-218, 1888: La ignorancia inculpable o invencible nunca ha sido y nunca será un medio de salvación. Para salvarse, es necesario estar justificado, o estar en estado de gracia. Para obtener la gracia santificante, es necesario contar con las debidas disposiciones para la justificación, es decir, la verdadera fe divina ―al menos en las verdades necesarias para la salvación―, la esperanza confiada en el divino Salvador, el sincero dolor por el pecado, junto con el firme propósito de hacer todo lo que Dios ha mandado, etc. Ahora bien, estos actos sobrenaturales de la fe, esperanza y caridad, contrición, etc., que preparan el alma para recibir la gracia santificante, nunca pueden ser suministrados por la ignorancia invencible, y si la ignorancia invencible no puede suministrar la preparación para recibir la gracia santificante, muchos menos le puede conceder la gracia santificante en sí misma. La ignorancia invencible, dice Santo Tomás, es un castigo por el pecado (De, Infid. C. x, art. 1)”[13].

Compárese el extracto anterior del Protocolo con las siguientes definiciones dogmáticas.

El dogma:

Papa Eugenio IV, Concilio de Florencia, sesión 8, 22 de noviembre de 1439, “Credo Atanasiano”, ex cathedra: El que quiera salvarse debe, ante todo, mantener la fe católica; por lo cual es indudable que perecerán eternamente los que no tengan fe católica y no la guardan íntegra y sin mancha[14].

Papa Pío IV, Concilio de Trento, Iniunctum nobis, 13 de noviembre de 1565, ex cathedra: Esta verdadera fe católica, fuera de la cual nadie puede salvarse, y que al presente espontáneamente profeso y verazmente mantengo…”[15].

Papa Benedicto XIV, Nuper ad nos, 16 de marzo de 1743, Profesión de fe: Esta fe de la Iglesia Católica, sin la cual nadie puede ser salvo, y que de motu propio ahora profeso y sinceramente mantengo...”[16].

Papa Pío IX, Concilio Vaticano I, sesión 2, Profesión de fe, 1870, ex cathedra: Esta verdadera fe católica, fuera de la que nadie puede ser salvo, que ahora voluntariamente profeso y verdaderamente mantengo…”[17].

Sigo con el Protocolo:

Suprema haec sacra, “Protocolo 122/49”, 8 de agosto de 1949: “Al final de la misma carta encíclica, invitando muy cariñosamente a la unidad a los que no pertenecen al cuerpo de la Iglesia Católica (qui ad Ecclesiae Catholicae compagnem non pertinent), él menciona a los que están ‘ordenados al Cuerpo Místico del Redentor por una especie de deseo e intención inconsciente’, y a estos de ninguna manera excluye de la salvación eterna, sino, por el contrario, afirma que están en una condición en que ‘no pueden estar seguros sobre su propia salvación eterna’, porque ‘ellos todavía permanecen privados de tantos y tan grandes socorros celestiales, los cuales se pueden gozar solamente en la Iglesia Católica’”[18].

Al dar su falso análisis de la encíclica Mystici Corporis del Papa Pío XII, Suprema haec sacra enseña que las personas que “no pertenecen” al cuerpo de la Iglesia pueden salvarse. Lo interesante de este pasaje herético en el Protocolo 122/49 es que incluso Mons. Fenton (uno de sus mayores defensores) admite que no se puede decir que el alma de la Iglesia es más extensa que el cuerpo.

Mons. Joseph Clifford Fenton, La Iglesia Católica y la Salvación, 1958, p. 127: “Sin duda alguna, la más importante y frecuente de todas las insuficientes explicaciones empleadas sobre la necesidad de la Iglesia para la salvación es la que se enfoca en una distinción entre el ‘cuerpo’ y la ‘alma’ de la Iglesia Católica. El individuo que trató de explicar el dogma en esta manera, por lo general, designa a la misma Iglesia visible como el ‘cuerpo’ de la Iglesia y aplicó el término ‘alma de la Iglesia’ o bien la gracia y las virtudes sobrenaturales o a cualquier descabellada ‘Iglesia invisible’. … fueron algunos libros y artículos que afirmaban que, si bien el ‘alma’ de la Iglesia de alguna manera no se separa del ‘cuerpo’, ella era en realidad más extensa que este ‘cuerpo’. Las explicaciones de la necesidad de la Iglesia redactadas en los términos de esta distinción son, de tal manera inadecuadas y confusas, y muy frecuentemente infectadas con error grave”.

Por lo tanto, decir que no es necesario pertenecer al cuerpo, como lo dice la Suprema haec sacra (el Protocolo), es decir que no es necesario pertenecer a la Iglesia. Por su declaración anterior, el Protocolo 122/49 enseñó la herejía de que no es necesario pertenecer a la Iglesia Católica para ser salvo, lo mismo que fue denunciado por Pío XII.

Papa Pío XII, Humani generis, # 27, 1950: “Algunos no se creen obligados por la doctrina hace pocos años expuesta en nuestra carta encíclica y apoyada en las fuentes de la revelación, según la cual el cuerpo místico de Cristo y la Iglesia Católica romana son una sola y misma cosa. Algunos reducen a una fórmula vana la necesidad de pertenecer a la Iglesia verdadera para alcanzar la salvación eterna[19].

Esto es extremadamente importante, porque demuestra que la enseñanza de Suprema haec sacra y por lo tanto la enseñanza de Mons. Joseph Clifford Fenton que la defendía es herética. Ambos niegan la necesidad de “pertenecer” a la verdadera Iglesia para alcanzar la salvación eterna.

Papa León X, Quinto Concilio de Letrán, sesión 11, 19 de diciembre de 1516, ex cathedra: “Pues, regulares y seglares, prelados y súbditos, exentos y no exentos, son miembros de la única Iglesia universal, fuera de la cual absolutamente nadie se salva, y todos ellos tienen un Señor y una fe.  Por eso es conveniente que, siendo miembros del único cuerpo, también tengan la misma voluntad…”[20].

Menos de tres meses después que fue publicada de la carta Marchetti-Selvaggiani en The Pilot, el Padre Feeney fue expulsado del orden de los jesuitas el 28 de octubre de 1949. El Padre Feeney resistía fuertemente a los intentos de los herejes de persuadirlo y hacerlo someterse a la herejía. Refiriéndose a la carta de Marchetti-Selvaggiani (Protocolo 122/49) del 8 de agosto, el Padre Feeney afirmó acertadamente: “se puede considerar que se ha establecido una política de doble cara con el fin de propagar el error”.

La realidad fue que la expulsión del Padre Feeney de la orden de los jesuitas no tuvo ninguna validez. Los hombres que lo expulsaron y los clérigos que estaban en su contra fueron expulsados automáticamente de la Iglesia Católica por adherirse a la herejía que los que mueren como no católicos pueden ser salvos. Esto es similar a la situación del siglo V, cuando el patriarca de Constantinopla, Nestorio, comenzó a predicar la herejía que María no era la Madre de Dios. Los fieles reaccionaron, acusaron a Nestorio de herejía y lo denunciaron como un hereje que estaba fuera de la Iglesia Católica. Y Nestorio fue más tarde condenado por el Concilio de Éfeso en 431. Esto es lo que el Papa San Celestino I declaró acerca de los que habían sido excomulgados por Nestorio después que él empezó a predicar la herejía.

Papa San Celestino I, siglo V: La autoridad de Nuestra Sede Apostólica ha determinado que el obispo, clérigo, o simple cristiano que haya sido depuesto o excomulgado por Nestorio o sus seguidores, después de que éste comenzó a predicar la herejía no se considerarán depuestos ni excomulgados. Porque él que había desertado de la fe con tal predicación, no puede destituir ni remover a nadie en absoluto[21].

El Papa San Celestino confirma autoritativamente el principio de que un hereje público es una persona que no tiene autoridad para deponer, excomulgar o expulsar. La cita se encuentra en De Romano Pontífice, la obra de San Roberto Belarmino. Esto explica por qué toda la persecución en contra del Padre Feeney (sea expulsión, interdicción, etc.) no tuvo ninguna validez, debido a que él tenía razón y los equivocados eran los que estaban en su contra. Él defendió el dogma no hay salvación fuera la Iglesia, mientras que sus oponentes defendieron la herejía de que hay salvación fuera la Iglesia.

San Roberto Belarmino (1610), Doctor de la Iglesia, De Romano Pontífice: “Un Papa que es hereje manifiesto automáticamente (per se) deja de ser Papa y cabeza, asimismo que automáticamente deja de ser cristiano y miembro de la Iglesia. Por lo tanto, puede ser juzgado y castigado por la Iglesia. Esta es la enseñanza de todos los Padres antiguos que enseñan que los herejes manifiestos pierden inmediatamente toda jurisdicción”.

Las cosas entre el Padre Feeney y los herejes de Boston se mantuvieron sin cambios hasta el 14 de septiembre de 1952. En ese momento, Richard Cushing, el “arzobispo” de Boston, exigió que el Padre Feeney se retractase de su “interpretación” del dogma ―lo que significaba retraerse del dogma― e hiciese una profesión explícita de sumisión a la carta Marchetti-Selvaggiani (Protocolo 122/49). Con cuatro testigos, el Padre Feeney se presentó ante Cushing. Él le dijo que su única opción era declarar que la carta de Marchetti-Selvaggiani era “absolutamente escandalosa porque era francamente herética”. Esto es exactamente lo que habría dicho el Papa Gregorio XVI acerca de la horrible carta Protocolo, al igual que cualquier católico.

Durante esa reunión, el P. Feeney le preguntó al “arzobispo” Cushing si él estaba de acuerdo con la carta de Marchetti-Selvaggiani del 8 de agosto de 1949. Cushing Respondió: “Yo no soy teólogo. Todo lo que sé es lo que me dicen”.  Esta respuesta evasiva y sin compromiso muestra los verdaderos colores de Cushing, este hereje, falso pastor y enemigo de Jesucristo. Si Cushing creía que alguien estaba obligado a la carta, entonces él debería haber respondido sin vacilación que estaba de acuerdo con ella. Pero debido a que no quiso defender la carta en ningunos de sus detalles, especialmente en sus negaciones del dogma, respondió eludiendo la pregunta. Esta evasión impidió al P. Feeney de ponerlo en su lugar y condenarlo con el dogma que estaba siendo negado. El Padre Feeney acusó a Cushing de faltar a su deber y se retiró.

Véase el primer artículo de esta serie aquí: Elcaso del P. Feeney

Próxima publicación de esta serie: La herejía antes del Concilio Vaticano II



[1] Véase el primer artículo de esta serie: El caso del Padre Feeney. Esta serie de artículos están extraídos del libro Fuera de la Iglesia Católica no hay absolutamente ninguna salvación, Hno. Peter Dimond OSB, 2ª edición española, Santiago de Chile, 2012. Este segundo artículo está sacado del cap. 27, pp. 275-285, de este libro.
[2] Hno. Robert Mary, Father Feeney and The Truth About Salvation, p. 21.
[3] Mons. Joseph Clifford Fenton, The Catholic Church and Salvation, p. 103.
[4] Traducción official inglesa del Protocol 122/49, citado por el P. JeanMarc Rulleau, Baptism of Desire, p. 69.
[5] The Papal Encyclicals, vol. 1 (17401878), pp. 229230.
[6] Denzinger 1800.
[7] Traducción oficial inglesa del Protocolo 122/49, citado por el P. JeanMarc Rulleau, Baptism of Desire, p. 70.
[8] Denzinger 468469.
[9] Traducción oficial inglesa del Protocolo 122/49, citado por el P. JeanMarc Rulleau, Baptism of Desire, p. 70.
[10] Traducción official inglesa del Protocol 122/49, citado por el P. JeanMarc Rulleau, Baptism of Desire, p. 70.
[11] Denzinger 714; Decrees of the Ecumenical Councils, vol. 1, p. 578.
[12] Traducción oficial inglesa del Protocol 122/49, citado por el P. JeanMarc Rulleau, Baptism of Desire, p. 71.
[13] P. Michael Muller, C.SS.R., The Catholic Dogma, pp. 217218.
[14] Decrees of the Ecumenical Councils, vol. 1, p. 551.
[15] Denzinger 1000.
[16] Denzinger 1473.
[17] Decrees of the Ecumenical Councils, vol. 2, p. 803.
[18] Citado y traducido por el Mons. Fenton, The Catholic Church and Salvation, p. 102.
[19] The Papal Encyclicals, vol. 4 (19391958), p. 179; Denzinger 2319.
[20] Decrees of the Ecumenical Councils, vol. 1, p. 646.
[21] Citado por San Roberto Belarmino, De Romano Pontifice, II, 30.

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...